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bioNo pretendo que mis esculturas sean consideradas obras de arte, al menos no en el modo tradicional, explícito, que comúnmente se entiende.

No niego, más bien me da placer (¡y me sorprende!) el efecto que, a veces, logran provocar sobre mí y sobre las otras personas. Y es natural – como cuando algo motiva la curiosidad, el placer o el rechazo (nunca la indiferencia) – que el resultado me llene de satisfacción.
No existe, si embargo, un modelo estético o idea que guíe mis manos. Lo que hay detrás de ellas es una necesidad terapéutico-balsámica para mí y un llamado, ético más que estético, hacia los otros.

Mis manos, que aferran, arman y desarman, atornillan y destornillan, evocan las de mi madre tejiendo o las de quien acaricia las cuentas de un rosario y, a pesar de que no me asista una vocación religiosa o mística, siento que mi mente aprovecha el momento e, inteligente-mente, vaga libre, profunda. Y esto me hace bien.
Mis esculturas nacen de mis manos, mientras que la mente se ocupa de otra cosa o, a lo sumo, asume el rol de la consejera o del “peón ayudante” que se limita a solucionar las meras cuestiones logístico-constructivas.
Las piezas de metal, esos múltiples componentes de variados mecanismos e instrumentos, generalmente construidas para desarrollar anónimas pero precisas funciones, una vez caducas las maquinarias de las que fueron parte, quedan inertes, esperando que la corrosión las haga desaparecer definitivamente o, en el mejor de los casos, que algún sistema de reciclaje les restablezca una función, porque en su ADN – aquel que les impone la sociedad consumista y post-industrial, en cuyo seno hasta los seres humanos valen en cuánto sirven, si no se desechan – está escrita su condena a ser útiles, solo materialmente útiles, despojados de toda motivación espiritual, en fin, destinados a ser “chatarra”.

Desde los basurales, abandonados en la calle, desde los rincones de un altillo o desde el fondo de un cajón, suplican: “Sálvennos!” Inclusive aquellas piezas todavía funcionantes o hasta nuevas, gritan: “Libérennos!”y entonces mis manos les brindan la oportunidad de “renacer”, de convertirse, por primera vez, en protagonistas de una aventura estética colectiva y, en algunos casos, también capaces de ofrecer un poco de luz.

LUIS MARIO BORRI

Nacido en Berisso, Argentina, en 1950, hijo de inmigrantes italianos, padre de cuatro hijas, daltónico, zurdo, autodidácta, exiliado en los años de la dictadura, vivió en Brasil, Suecia y en Italia.
Desde 2012 vive y trabaja en Reggio Emilia, Italia, donde es miembro del Círculo de los Artistas de la ciudad.

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